viernes, 5 de marzo de 2010

Del abismo entre las almas

Solo sé que sentado en aquel cuarto, diminuto por la cantidad de añejos muebles que en él se aglutinaban, me sentía yo también distante de la realidad. Cuando la contemplaba a ella y no correspondía el gesto, limitándose a reposar su mirada por sobre el rincón oscuro y vacío de ese roñoso cuarto.
Yo intentaba en vano captar su volátil atención, calcinar la frialdad de su rostro, hilvanar algún encanto que la sedujera y arrastrara de nuevo al mundo; pero nada… Yo me sentía tan solo junto a ella que termine por perder el quicio, acercándome a su orilla menos humana.
Cuando volví a visitarla me senté frente a ella (como siempre lo hacía, en la misma silla incómoda, cuyas frías fibras de madera parecían tornarse cada vez más gélidamente punzantes), pero no esbocé conversación alguna ¿para qué? si aquellos eran oídos sordos, emule la indiferencia en su mirada pero sólo logre simularla pues su belleza sola bastaba para hechizarme.
Decidí entonces dejar de visitarla, si mis encuentros con ella se asemejaban a penosas torturas que mutuamente aceptábamos. Me parecía que cada vez que entraba en esa tenebrosa casa me adentraba en las catacumbas más mortuorias del universo, creía poder sentir a mí alrededor una espesa niebla que teñía de negro mis pensamientos.
Vislumbré su degradación posterior por la total falta de contacto humano, ¿acaso no era eso a lo que aspiraba ese ser extraterrestre? Y es que todavía la percibo así cuando por las noches la recuerdo o cuando ciertos días creo ver su reflejo en algún espejo caminante, forjado en carne y hueso y con el que tengo el disgusto de cruzarme en esta patética monótona y tediosa vida, pero no tan desesperanzada y estoica.
Faltaba velo negro que ocultara su rostro y vestido opaco que cubriera su cuerpo, pero la oscuridad ya rondaba en su espíritu y de tinieblas se colmaban sus ojos.

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